
Hace veinte años, manejaba un taxi para ganarme la vida. En una ocasión me tocó recoger un pasaje a las 2:30 de la mañana. Cuándo llegué, me encontré con un edificio que estaba oscuro con la excepción de una sola luz en una ventana de la planta baja. Bajo estas circunstancias, muchos taxistas tocarían el claxon un par de veces, esperarían un minuto, y después se irían.
Pero yo había visto a demasiadas personas empobrecidas que dependían de los taxis como único medio del transporte. A menos que una situación pareciera peligrosa, yo siempre iba a la puerta. Pensé que el pasajero era, quizás, alguien que necesitaba mi ayuda. Así que fui a tocar a la puerta. “Un momento”, contestó una voz frágil y de edad avanzada. Podía oír que algo era arrastrado por el piso.
Después de una larga pausa se abrió la puerta. Una mujer pequeña de unos ochenta años se paró ante mí. Ella llevaba un vestido estampado y un sombrero con un velo, como alguien salido de una película de los años cuarenta.
A su lado estaba una pequeña maleta de nylon. Parecía que nadie había vivido hace años en ese departamento. Todos los muebles estaban cubiertos con sábanas. No había relojes en las paredes, ninguna chuchería y ni útiles en los mostradores. En el rincón había una caja de cartón llenó de fotos y cristalería.
“¿Puede subir mi bolsa al coche?” ella dijo. Llevé la maleta al taxi, y volví para ayudar a la mujer.
Ella me tomó del brazo y caminamos lentamente hacia el taxi. Ella me agradecía constantemente por mi bondad. “No es nada”, yo le decía. “Busco tratar a mis pasajeros como quiero que sea tratada mi madre”.
«Ah, usted es un chico tan bueno», ella dijo. Cuando entramos al taxi, ella me dio una dirección, y entonces preguntó, “¿Puede usted manejar por el centro?”
“No es la ruta más corta”, contesté rápidamente. “Ah, yo no tengo inconveniente en eso”, ella dijo. “No estoy en ningún apuro. Voy a un hospicio”.
Miré en el retrovisor. Sus ojos brillaban. “Ya no me queda familia”, ella dijo y añadió: “El médico dice que no me queda mucho tiempo”. Discretamente alcancé el taxímetro y lo apagué. “¿Qué ruta quiere usted tomar?” le pregunté.
Durante las siguientes dos horas manejamos por la ciudad. Ella me mostró el edificio donde había trabajado una vez como operadora de elevador.
Manejamos por el vecindario donde ella y su marido habían vivido cuando eran recién casados. Ella me hizo pararme enfrente de un almacén de muebles, este había sido antes un salón de baile donde ella había ido a bailar cuando era joven.
A veces ella me pidió que manejara lentamente delante de un edificio o esquina en particular, y se sentaba mirando fijamente en la oscuridad, sin decir nada.
Cuando el sol comenzaba a aparecer en el horizonte, de repente ella dijo, “estoy cansada, vayamos ahora”. Manejamos en silencio a la dirección que ella me había dado. Era un edificio bajo, como una pequeña clínica de reposo, con un camino de entrada que estaba debajo a un pórtico.
Dos enfermeros salieron a recibirnos al taxi tan pronto nos acercamos. Ellos fueron serviciales y atentos, fijándose en cada movimiento que ella hacía. Ellos la deben de haber estado esperando.
Abrí la cajuela y llevé la pequeña maleta a la puerta. La mujer ya estaba sentada en una silla de ruedas. “¿cuánto le debo?” me preguntó, buscando su bolsa. “Nada”, le contesté.
“Usted tiene que ganarse la vida” me respondió. “Hay otros pasajeros”, le respondí. Casi sin pensar, me agaché y le di un abrazo. Ella me estrujó fuertemente. “Usted le dio a una anciana un momento pequeño de la alegría” ella dijo. “Gracias”. Le apreté la mano, y entonces caminé hacia la tenue luz de la mañana. Detrás de mí, una puerta se cerró. Fue el sonido del fin de una vida.
No recogí a otro pasajero ese día. Manejé sin rumbo absorto en mis pensamientos. Apenas pude hablar el resto del día. ¿Qué hubiera pasado si a esa mujer le tocaba un conductor enojado, o uno que estaba impaciente por terminar su turno e irse a casa?
¿Qué hubiera pasado si me negaba a recoger a ese pasaje, o si solo hubiera tocado el claxon una vez y después me iba? Haciendo una revisión rápida de mi vida, pienso que no he hecho nada más importante. Estamos condicionados a pensar que nuestra vida gira alrededor de grandes momentos. Pero los grandes momentos a menudo nos agarran desprevenidos, hermosamente envueltos en lo qué otros pueden considerar insignificantes. otras personas considerarían intrascendentes
PUEDE QUE LAS PERSONAS NO RECUERDEN EXACTAMENTE LO QUE HICISTE O LO QUE DIJISTE, PERO ELLOS SIEMPRE RECORDARAN COMO LOS HICISTE SENTIR.
Mi hermoso amigo… La vida puede que no sea la fiesta que esperábamos, pero ya que estamos aquí nos conviene animarnos a bailar.
